La época de la cosecha resulta muy laboriosa, y fructífera, para los cultivadores de marihuana, pero también constituye el período de mayor exposición a la más dañina y perniciosa de sus plagas: los cuerpos policiales, por un lado, y los ladrones de plantas, por otro. Este año he presenciado lamentables actuaciones de ambos bandos en mi propio vecindario. Y se me hinchan los instintos más primarios al comprobar que, pese a que muchos hemos salido del armario, se nos sigue usurpando y acosando por cultivar una planta que antaño utilizaran en sus magistrales recetas los médicos y boticarios.
Sin lugar a dudas, el mayor riesgo de la marihuana lo constituye su situación legal, la cual condena a este vegetal milenario a permanecer en la clandestinidad, generando un mercado negro de precios desorbitados que no declaran al fisco y que tienen el potencial de proporcionar jugosos beneficios a cultivadores, intermediarios, listillos, funcionarios corruptos, y camellos aprovechados.
Entiendo a los ladrones. Si en una excursión al campo o a la finca de tu vecino puedes regresar a casa con una mercancía valorada en varios miles de euros libres de impuestos, es predecible que aparezcan pájaros carroñeros que en lugar de cultivar cannabis durante meses prefieran jugarse un rato el pescuezo a cambio de un buen dinero, a sabiendas además de que la mayoría de cultivadores no denunciarán por temor a ser acusados, para colmo, de cometer un delito contra la salud pública, castigado con penas y multas descaradamente impúdicas.
Entiendo también a los policías. Reciben órdenes de arriba. Su tarea consiste en hacer cumplir la ley, sin cuestionar su legitimidad. Ellos creen que hacen el bien: apresan a los malvados malísimos que pretenden envenenar con sus malignas drogas a nuestros hijos beatíficos. En su lucha contra un veneno que jamás mató a persona alguna, a menudo emponzoñan lo que tocan, a golpe de porra y pistola, y lo único que logran es que crezca aún más esa bola, que nuestros hijos se envenenen con materiales adulterados que pagan a precios desmesurados, a escondidas, sin ninguna garantía, gracias a que los defendemos de las garras malévolas de la drogaína.
El mundo se ha vuelto loco. Tenía entendido que la policía se encargaba de protegernos de los cacos, de ayudar al ciudadano. En el caso del cultivo de cannabis, es casi preferible que lo visiten los rateros a que lo hagan los agentes de la ley, pues éstos, además de ir armados y sentirse con derecho a requisar dinero, herramientas, ordenadores, materiales y medicinas, inician con frecuencia un proceso administrativo o penal que, según el juez que lleve el caso, puede incluso, en ocasiones, destrozarte la vida.
Podemos hacerlo mejor, eso seguro. Y estamos aprendiendo, claro. Pero a mis vecinos les han quitado sus plantas. Ninguno ha denunciado. Y sabemos quién ha sido. Los ladrones, o al menos algunos, recibieron su merecido. Doy fe de que se hizo verbalmente, sin violencia, y con mucho cariño. Pero éstos, pasados unos días, denunciaron a la policía, por temor a que alguien acudiera a propinarles una paliza. Y, pese a prometerlo, hasta la fecha no se ha devuelto la maría. La semana siguiente hubo redada policial en una finca del pueblo. Se llevaron cuatro kilos y medio. Menuda casualidad. Esa cantidad se la ventila en unos pocos meses cualquier consumidor habitual, sin compartir ni invitar, y para cultivar debemos planificar nuestro propio consumo anual. Y también nos encanta invitar. La policía tampoco devolvió la maría. Mis vecinos este año no tienen nada para fumar. A otro de ellos, además, le han puesto una multa descomunal. Ahora van a tener que comprarla y pagar precios abusivos por hierba robada, y no curada, que posiblemente sea su propia mercancía, o la de alguno de sus amigos…
Podemos hacerlo mejor, sí. Tenemos las herramientas. Los móviles, las cámaras y las redes sociales nos mantienen conectados unos a otros en tiempo real. Y no hay motivos para seguir escondiendo nuestros hábitos y entretenimientos, siempre que lo hagamos desde el respeto. Podemos denunciar públicamente a los delincuentes. Y educar y concienciar a policías y jueces. Lo que no ayuda nada es callar. Por miedo, por vergüenza o por estigma social, el silencio nos convierte en cómplices del acto criminal. Entre todos podemos señalar a quienes vienen a robar, informar a la policía, difundir a los cuatro vientos la noticia, divulgar la verdad, y que se haga justicia, que seamos tolerantes con nuestros hermanos, que el perdón nos fortalezca y empecemos a relacionarnos entre nosotros de manera más limpia, más sana y sostenible para todos.
Cuando los ladrones aprendan a cultivar, se darán cuenta de que no cambiarían por hierba robada el fruto de su propia cosecha, la cual han alimentado y mimado durante toda su existencia. Cuando los jueces y policías comprendan el cariño y la dedicación que ponen los cultivadores en la elaboración de su medicina, dejarán de perseguirla con tanta bravuconería, y se normalizarán y legalizarán el consumo y la producción de nuestra querida maría. La única manera de ganar la guerra contra las drogas es rendirse, proclamar la paz, mirarnos a los ojos sin juicio y aceptar de una vez lo que siempre fue… simplemente distinto.
Hace un par de meses, un grupo de chavales jóvenes procedentes de otra isla, que viajaban en coche alquilado, anduvieron merodeando por las fincas del barrio, con la excusa de que trabajaban para el ayuntamiento. Otras veces dicen que se les ha escapado un perro. Rápidamente se activaron las alertas, los vecinos se movilizaron, con persecución incluida, y en cuestión de minutos se difundió la noticia en los grupos de Telegram y WhatsApp de toda la isla. Se marcharon al siguiente día, y lo hicieron con las manos vacías. Con un poco de suerte, se les quitaron las ganas de seguir cometiendo tan traviesas fechorías.
La legalización del cannabis, y el resto de drogas prohibidas, ha dejado de constituir un debate político para convertirse en la única salida, si es que queremos salir de esta situación con vida. Reconozcámoslo: el problema se nos ha escapado de las manos. Pero siempre podemos hacer algo. Un solo engranaje tiene la capacidad de paralizar toda la máquina. Así pues, detengamos la guerra, por favor, antes de que sea demasiado tarde, y sembremos nuestra tierra con semillas de amor. Amor al policía y amor al ladrón, al usuario, al traficante y al cultivador, pues todos somos humanos y tenemos derecho al error. Y lo tenemos también al perdón. Y a que nadie pueda arrebatarnos el fruto de nuestra labor.
Imagen: Sims
Texto: Igor Domsac. Todos los derechos reservados
Igor Domsac (1977 Segovia, España) Periodista, corrector, traductor y artista multidisciplinar. Ha trabajado en medios como la agencia EFE, Diario 16 o la AFP en París. Fue director de la revista Enteogenia y ha participado como autor, corrector y traductor en numerosos libros sobre sustancias psicoactivas, entre los que se incluye la edición en español de Tihkal y Pihkal.
Fue coordinador de salidas en la delegación madrileña de Energy Control y ha colaborado en revistas como Interzona, Cáñamo, Generación XXI o Cannabis Magazine. Fundador de la asociación Alter Consciens, dedicada a las artes escénicas y las tecnologías de la consciencia. En la actualidad, construye día a día su casa en la isla de La Palma, donde vive desde hace años con su compañera, Ianire, y sus dos hijos, Aiur y Suhar.
Crearse necesidades que uno no necesita para vivir a gusto consigo mismo y ser feliz, llámese un coche, un chalet en la playa, comer caviar, un traje de Armany, beber güisqui, ir de restaurantes, fumar cannabis… no es que sea malo en sí, sencillamente que tienen un coste y te crean una especie de hábito que termina en dependencia. Y eso sí es malo, depender de algo prescindible para ser tú, para vivir en paz contigo mismo, libre de ataduras a nada ni a nadie. Sólo las básicas para tener salud y sentirte bien. «Es que yo para sentirme bien necesito…» No me vale, es cuestión de educar la voluntad.