La producción y distribución a escala mundial del hachís yihadista financia las armas y las ofensivas de los talibanes
Cuando el considerado como mejor hachís del mundo cae en malas manos el diablo se ríe en una esquina. Y si este se aparece en el centro de Asia, y más concretamente en Afganistán, entonces se ríe a carcajadas y con la boca abierta. En malas manos, el hachís es un arma que puede financiar a ejércitos enteros, proporcionando fondos para pertrechos, armas, equipo y sueldo de los combatientes. Y esto no es una teoría, sino un hecho confirmado por la OTAN y las Naciones Unidas (ONU): los talibanes están financiando parte de su maquinaria de guerra con la venta y distribución de hachís por todo el mundo. La gallina de los huevos de oro de los terroristas.

Foto © U.S. Army photo/Staff Sgt. Brandon McIntosh
Una prueba irrefutable: en enero de 2018, la 7a División de Operaciones Especiales del Regimiento Kandak, formada por los comandos, o fuerzas de élite, del Ejército Nacional Afgano (ANA, por sus siglas en inglés), asaltó una posición avanzada de la Brigada Roja insurgente situada al sur del país, y en la que los terroristas habían almacenado 1.000 kilos de hachís puro “con un valor aproximado en el mercado de 3.4 millones de dólares”, según fuentes de la OTAN.
La Brigada Roja yihadista viene a ser algo así como las fuerzas especiales y brigadas internacionales de los talibanes. El asalto se produjo en el distrito de Nahr-e Saraj, en la provincia de Helmand, la cual es conocida por ser el gran bastión talibán del país y que, desde que se produjo la invasión internacional en 2001, es una atalaya del fanatismo islámico que ningún ejercito nacional o extranjero ha conseguido doblegar. Además, se precia de ser la provincia con más cultivo de cannabis y producción de opio.

“En estos momentos, la Brigada Roja no debe contar con más de quinientos combatientes”, explica un analista de la OTAN en Kabul consultado por INFOCANNABIS, “pero no todos sus miembros se dedican a la lucha activa. Sin duda, están en el frente y llevan a cabo operaciones de asalto contra el ejército y la policía, así como forman parte de la estrategia militar de los insurgentes, pero también son una parte activa y significante del tráfico de drogas, entre la que se incluye el cannabis, una actividad que requiere del empleo de muchos hombres”, añade.
“La producción y distribución del hachís es una de las principales fuentes de financiación de los talibanes”, según confirma la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). “Afganistán es el mayor productor de hachís del mundo con unas 4.000 toneladas al año”, añaden, haciendo hincapié en que “para su distribución utilizan las mismas rutas que las del tráfico de heroína”, en teoría más lucrativo, pero que está cediendo paso al del cannabis.
Un informe reciente de la misma agencia indica que “para los agricultores afganos la producción de cannabis es mucho más rentable que la del opio con unas ganancias aproximadas de 4.000 dólares por hectárea”. Además, el cannabis “es mucho más fácil de producir y atrae mucha menos atención por parte de las unidades anti-droga del Gobierno afgano y de la OTAN”.
La agencia de la ONU también explica que, como mínimo, la producción de marihuana y hachís reporta a los talibanes unas ganancias de entre 100 y 150 millones de dólares al año. Asimismo, UNODC asegura que “en Afganistán se cultivan más de 20.234 hectáreas de cannabis en 17 provincias”, el país tiene un total de 34. Y de ahí se distribuye por el mundo entero.



Un negocio a escala mundial
Desde Kabul hasta Amsterdam o Christiania (la isla urbana semi-independiente en el centro de Copenhague, en Dinamarca, donde la compra y venta de hachís es legal), pasando por España, Francia, Alemania y gran parte de Europa hasta llegar a Estados Unidos y Sudamérica. O la ruta opuesta, desde Kabul hasta la India, Sídney o Tokio, el cannabis afgano se ha extendido por todo el mundo creando un negocio multimillonario que está beneficiando a los talibanes.
Oficialmente, el Emirato Islámico afgano cuenta con un presupuesto anual que se acerca a los 700 millones de dólares, según fuentes del ministerio del Interior en Kabul. Sin embargo, la misión de la OTAN en el país, conocida como Resolute Support (RS), admite que, gracias al tráfico de drogas, “los talibanes podrían estar ganado una media de 2.000 millones de dólares al año.”
¿Todo el dinero que ganan con los estupefacientes, así como con la extorsión y los secuestros con los que también hacen caja, va destinado al campo de batalla en el que se ha convertido el país? La respuesta es no y, según indican diversos analistas con preocupación, gran parte, además de ir a los bolsillos de muchos de los cabecillas insurgentes entre los que la corrupción también ha hecho mella, tiene un destino más aterrador: “es el cofre de oro con el que un día pretenden financiar la existencia de un nuevo régimen talibán en Afganistán”, según indica la fuente trabajando para RS.
Por su parte, el ex comandante en jefe de la misión de la OTAN en el país, el general John Nicholson, lo dejó claro antes de abandonar el cargo en 2018. “Estamos convencidos de que hace años que los talibanes han evolucionado de grupo guerrillero a grupo narco-guerrillero”, indicó a Military Times. “Ahora combaten para defender sus fuentes monetarias derivadas del narcotráfico, por lo que han perdido parte de la ideología extremista que una vez tuvieron”, añadió.
Es decir, que el dinero ha corrompido a los beatos talibanes como lo hace a muchos políticos y miembros de las fuerzas de seguridad afganas, las conocidas como ANSF por sus siglas en inglés, que también son parte integrante del tráfico ilegal de cannabis y opio. Porque como sucede en conflictos como, por ejemplo, el de Colombia, tanto las FARC trafican con cocaína como lo hacen sus archi- enemigos paramilitares financiados por terratenientes y radicales de derechas. En este sentido, los conflictos son parejos.
Ese es el motivo por el que, desde hace años, activistas sociales nacionales e internacionales claman por un control del cannabis y el opio cultivado en el país, ambos productos con aplicaciones médicas legales, entre otros aspectos y usos que se les puede dar. Sin embargo, ninguna de las partes involucradas en el conflicto ha tomado esta opción como vía para acabar con la producción de cannabis que llena las arcas de los talibanes y los corruptos en el Gobierno.
De esta manera, la táctica para acabar con el uso del hachís afgano, y el opio, como arma de guerra, continuará siendo la misma: intentar convencer a los agricultores para que cultiven otras cosas con pocos beneficios, bombardear y asaltar laboratorios y quemar cosechas. La misma que aplicó el ex presidente Barack Obama y que su predecesor, Donald Trump, considera que también será suficiente. Lo mismo se puede decir de la ONU que, como otras organizaciones, ha dedicado millones de dólares a campañas para erradicar el tráfico ilegal de drogas. Nunca han tenido éxito.
Después de dieciocho años de guerra, los talibanes siguen utilizando el mejor hachís del mundo para su beneficio y el de sus campañas militares, por lo que no hay duda de que la estrategia de la prohibición absoluta ha resultado en un fracaso con mayúsculas. Mientras, el lado oscuro del cannabis afgano sigue ensombreciendo un negocio declarado legal en países como Estados Unidos o Holanda, pero que sigue en un limbo administrativo en España, beneficiando a mafias, elementos criminales y yihadistas a escala mundial.
Texto: Amador Guallar – Imágenes: © U.S. Army photo/Staff Sgt. Brandon McIntosh – U.S. Marine Corps/Sgt. Justin T. Updegraff. Todos los derechos reservados.
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Amador Guallar (Esplugues de Llobregat, Barcelona, 1978) Licenciado en Periodismo por la Universidad Ramón lull de Barcelona. Fotógrafo (Premio Mejor foto de la ONU en 2010 por su trabajo con los desactivadores de minas antipersonales) y escritor (Ha publicado un libro sobre Afganistán (2008-2018) En la tierra de Caín de Ediciones Península). Entre 2008 y 2018 se estableció en Afganistán, donde trabajó para medios nacionales e internacionales, la ONU, diversas ONG y la misión de la OTAN. Enamorado de la crónica periodística y de la literatura de viajes, su trabajo en países en guerra e inmersos en crisis humanitarias aspira a dar voz a los que la han perdido. En los últimos años ha cubierto los conflictos en Irak, la Franja de Gaza, Ucrania, Crimea, República Centroafricana, Sudán del Sur, Somalia y Tailandia, entre otros. Desde 2015 es colaborador de El Mundo y miembro de la agencia fotográfica francesa Studio Hans Lucas.
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