El cannabis en la era de los petabytes

Han pasado más de dos décadas desde la primera vez que probé un canuto, en la ciudad de Huelva, una noche de verano a principios de los noventa, junto al Privi, quien por cien pesetas había conseguido una pequeña bolita de «goma», como llamaban allí por aquel entonces al hachís. Tras alejarnos lo suficiente de la zona de botellón, pues nos disponíamos a traspasar la barrera de lo prohibido, escondidos en la oscuridad de un parque, malgastamos casi todo ese humo marrón, y es que a duras penas conseguimos liar algo que resultara medianamente fumable. Tampoco importaba mucho su efecto, buscábamos el «colocón», la transgresión, salir de la zona de confort, la desobediencia del adolescente frente a la autoridad. Y también, comprobar que, una vez más, nos habían mentido nuestros papás. La hierba no mataba y, además, te lo pasabas genial.

Por aquel entonces no conocíamos Internet, la capacidad de un ordenador no superaba unos cuantos cientos de kilobytes y no habían nacido en España las revistas cannábicas (aunque sí germinaban por el norte las primeras asociaciones de consumidores), por lo que toda la información que podías encontrar sobre el tema llevaba siempre inscrito un sesgo de represión. Una planta que hasta la época de nuestros bisabuelos se había utilizado para curar se asociaba en aquel momento con delincuencia y enfermedad. ¿Cómo pudo ocurrir tal fatalidad?

La guerra mundial contra las drogas. Una catástrofe social y medioambiental de dimensiones planetarias. Dicen algunos eruditos, como Antonio Escohotado, que la ofensiva ya ha terminado, que la guerra la han ganado las drogas, y en cierto modo es verdad. Los mercados de drogas de la red profunda que funcionan desde hace más de un lustro en todo el mundo atestiguan que, más allá de lo que sentencien todas y cada una de las leyes, convenciones y tratados internacionales, el libre, anónimo, y cada vez más eficiente comercio de estupefacientes, gracias a los códigos criptográficos, se ha convertido en una realidad imposible de exterminar. Quién lo hubiera dicho veinte años atrás… Las que casi no se han movido desde entonces en nuestro país son las leyes que persiguen el cultivo, la elaboración, la tenencia, el consumo en público y el comercio de una planta que nos ha acompañado desde los albores de la humanidad. Nos hemos introducido en todos y cada uno de los huecos de la ley y ha emergido una prodigiosa industria alrededor del cannabis. Revistas, canales de televisión, foros, ferias, asociaciones, tiendas, semillas, material de cultivo, parafernalia… Y hemos llevado a cabo una legalización práctica, desde abajo, con el nacimiento y la expansión de los clubes sociales de cannabis (se calculan ya unos novecientos en todo el país). Hemos aprendido a cultivar. Y a discernir la calidad. Pero la situación sigue siendo disfuncional. Continúan las multas, los registros, los cacheos, la represión pagada con el dinero de los contribuyentes, con la consiguiente proliferación de mafias, adulteraciones, robos y un mercado sumergido que envenena al sistema desde su propia raíz. Por no hablar de los cannabinoides sintéticos, mucho más peligrosos en su mayoría que la propia planta, que se han distribuido masivamente aprovechando su situación alegal.

Retomando mi biografía, me trasladé después a estudiar a Madrid, donde me siguió acompañando el hachís, de manera más o menos habitual, dentro y fuera de la Universidad. El costo marroquí era prácticamente lo único que se podía encontrar en esos años en las calles de la capital, donde resultaba más caro y de peor calidad que en el sur peninsular. Pero el verdadero salto cualitativo en mi trayectoria cannábica tuvo lugar en La Haya (Holanda), donde nos trasladamos en 1997 Fotas y yo, gracias a una beca Erasmus y a nuestras ansias de experimentar en carne propia unas buenas bocanadas de legalidad. Deliciosas. Contundentes. Despiporrantes. De repente, se desplegaba ante nuestras narices todo un universo de variedades, preparados y parafernalias para el gusto y deleite de los más selectos paladares. Y qué memorables tardes de mus al calor de las trompetas de skunk en la casa que compartimos con otros dos compañeros en un barrio turco de la ciudad de Den Haag. Allí aprendí las múltiples posibilidades que nos brinda el cannabis, y ese mismo año apareció Internet en mi vida, ofreciendo todo un universo de oportunidades, de intercambio de información, de conexión con el mundo. Encontrar a los otros. Gracias a la red, averigüé que había otros freakies como yo, gente interesada en los inefables estados de consciencia que nos desvelan el cannabis y otras sustancias. De ellos aprendí un montón. Largas horas de documentación frente a la pantalla del ordenador sumergido en los foros de Cannabis Café y Energy Control. Eso fue ya a mi vuelta a Madrid.

Acabé la carrera, hice el doctorado, llegaron Interzona, Delincuentistas, y la colección Psiconáutica, y la revista Enteogenia, y la editorial Amargord. Y se creó la Asociación Eleusis, y conocí AMEC, y llegamos a constituir legalmente una asociación de consumidores, CannaBioNautas, que nunca llegó a fructificar por desavenencias de última hora con el dueño de la finca donde pretendíamos cultivar. Pusimos quince esquejes en tierra, pero finalmente se decidió no continuar. Y yo iba a ser el jardinero… Después de aquello, a varios se nos quitaron las ganas de seguir intentándolo por tan dificultosa vía. Al fin y al cabo, resulta más sencillo cultivar tu medicina cuando lo que quieres es compartir unos porros con tus amigos sin tener que realizar engorrosos trámites burocráticos ni rendir cuentas ante ninguna Administración. Por aquel entonces, éramos pioneros en la ciudad de Madrid. Afortunadamente, otros han seguido la estela con mejor fortuna y hoy en la capital doy fe de que hay unos cuantos CSC’s de mucha calidad. Me quito el sombrero, menudos cracks. Pero no podemos conformarnos con eso, ni con el argumento medicinal. Hay que arrancarse el estigma, y tenemos que hacerlo ya.

Los kilobytes se convirtieron en megas, luego en gigas, y ahora los discos duros se miden en teras, que pronto sumarán petabytes, y todos ellos se verán desplazados por los bytes cuánticos, combinaciones de ceros y unos, pero también de ambos a la vez. Hoy llevamos teléfono, ordenador, reloj, alarma, agenda, cartera, calculadora, mapas, calendario, GPS, radio, televisión, linterna, brújula, videojuegos, cámara de vídeo, cámara de fotos, grabadora, agenda y otro montón de trastos otrora aparatosos en un solo artefacto, cada vez más pequeño, y todos ellos conectados entre sí. Con un simple móvil y una señal de wifi no sólo te conviertes un medio de comunicación, sino que puedes adquirir en cuestión de minutos y recibir días después en tu propio domicilio algún derivado cannábico de la mejor calidad procedente de cualquier parte del mundo. Cuidadosamente camuflado, envasado al vacío, sin efluvios cantarines y a prueba de escáneres suspicaces.

Hasta ahora, el comercio de sustancias en la red profunda ha funcionado mediante mercados centralizados, en los que las transacciones tenían lugar en un solo servidor, es decir, que todo el dinero pasaba por un único ordenador, algo muy jugoso para policías, hackers, ladrones, listillos y los propios dueños de los negocios, que en algunos casos han cerrado el chiringuito y se han largado con el tesoro. Sin embargo, la adopción de la tecnología P2P o red entre iguales (la misma que usan eMule, Torrent, etc.) permite que esos mercados se descentralicen y que cada nodo de la red mantenga funcionando el sistema, algo que resulta virtualmente imposible de controlar, a menos que encarcelen a todos y cada uno de los usuarios en todos y cada uno de los Estados soberanos que componen el globo terráqueo.

¿Y la ley? ¿Por qué no ha avanzado junto a la tecnología? ¿Por qué seguimos manteniendo costosísimos sistemas defectuosos cuando esas mismas leyes, mediante la tecnología blockchain o cadena de bloques (la misma que usan bitcoin y el resto de criptomonedas), las podríamos redactar entre todos, o al menos elegir de manera más fiable, barata y verdaderamente democrática a quienes queremos que las decidan por nosotros? Alguien está sacando mucha tajada de esta situación a todas luces absurda, pero poco a poco esa usura se volverá en contra suya. Muchos países ya han empezado a recular, dando pasos hacia la legalización y descubriendo el tremendo beneficio social y económico que genera dejar de castigar con injustas penas a un enorme sector de su población. En Estados Unidos cada vez son más los Estados que abrazan algún tipo de legalización. La industria del cáñamo en ese país ya ha generado en tan sólo unos meses cientos de miles de puestos de trabajo y varios cientos de millones de dólares recaudados en impuestos. ¿Y en España? Por lo visto, nunca hemos implantado una política de drogas propia y siempre hemos seguido los dictados del tío Sam. Sí, algo hemos avanzado, desde las bases, hemos educado a la población y parece que tímidamente se va suavizando la represión.

Pero, mientras tanto, prosiguen las sanciones, y también las detenciones, y las penas de prisión. Visto lo visto, habrá que esperar a que en Estados Unidos se convierta en ley federal, y entonces sí que veremos caer la espada a nivel mundial. Y, con el cannabis fuera de la ecuación, dejará de tener sentido la tremenda inversión destinada a combatir otras drogas, cuyo consumo resulta infinitamente menor. Y ya, si nos ponemos exquisitos, le aplicamos a la ley carácter retroactivo: que devuelvan de inmediato lo confiscado al ciudadano, pues esas leyes atentan contra los derechos humanos. El experimento de la prohibición ha sido un estrepitoso fracaso. Ya lo tenemos casi muerto, sólo falta rematarlo, y esperar que sus últimos coletazos no provoquen muchos daños. En vista de que la tecnología se acelera, y nos supera, por favor, señores legisladores, que la ley no se quede rezagada, abandonen de una vez sus mordazas, sus impuestos al sol y sus leyes Corcuera, que ponen en seria amenaza el futuro de la Tierra. ¡Pónganle fin a esta guerra, dejen de condenar las sustancias!

No necesitamos que ningún Estado nos proteja de nosotros mismos, basta ya de paternalismos, estamos hasta los mismísimos de que todavía, hoy en día, algunos nos acusen de drogadictos, que sin que existan víctimas se inventen delitos, que en muchos sitios nos sigan amonestando por encender un porrito. Así, desviamos la atención y ocultamos el fiestón que se montan los ministros. No, señores, se acabó, ya no hay pan para tanto chorizo. O la fiesta es para todos o suspendemos la función, dejemos de alimentar entre nosotros tan injusta situación. ¡Hagámoslo por nuestros hijos! Todo cae por su propio peso, sólo nos queda esperar, únicamente espero no hacerme demasiado viejo antes de contemplar que la cordura y la sensatez han desbancado al afán por el dinero, y que comercializar marihuana, por fin, ya es legal. Otro asunto será cómo instaurar esa legalidad: empecemos, de momento, a despenalizar, y luego ya veremos lo que nos interesa más…

Igor Domsac (1977 Segovia, España) Periodista, corrector, traductor y artista multidisciplinar. Ha trabajado en medios como la agencia EFE, Diario 16 o la AFP en París. Fue director de la revista Enteogenia y ha participado como autor, corrector y traductor en numerosos libros sobre sustancias psicoactivas, entre los que se incluye la edición en español de Tihkal y Pihkal. Fue coordinador de salidas en la delegación madrileña de Energy Control y ha colaborado en revistas como Interzona, Cáñamo, Generación XXI o Cannabis Magazine. Fundador de la asociación Alter Consciens, dedicada a las artes escénicas y las tecnologías de la consciencia. En la actualidad, construye día a día su casa en la isla de La Palma, donde vive desde hace años con su compañera, Ianire, y sus dos hijos, Aiur y Suhar.

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